Setecientos años de Petrarca, pese a los ignorantes
Queda poco tiempo para los actos de celebración del séptimo
centenario del nacimiento de Francesco Petrarca.
Italia entera, y también España, van a honrar al gran maestro del
Renacimiento. Sin embargo, los últimos días del autor del Cancionero fueron amargos, víctima propiciatoria de
la ignorancia y de la envidia.
Siempre he sostenido que la ignorancia es uno de las mayores
lacras de la humanidad y que, generalmente, tiene fatales
consecuencias. La estulticia lleva casi siempre al fanatismo y,
éste, provoca la realización de actos de consecuencias
imprevisibles y muchas veces nefastas.
Los hombres del Renacimiento fueron víctimas tanto de la envidia
como de la ignorancia. La persecución por sus ideas, por su intento
de recuperación de los clásicos, y sobre todo la capacidad de
discurrir y no simplemente de aceptar como dogma una idea haya
porque haya sido expresada por Aristóteles, les llevaron ante los
siniestros tribunales de aquellos que pretendían estar en posesión
de la verdad absoluta, inspirados directamente por Dios.
Porque, precisamente, una de las grandes aberraciones de la
necedad es precisamente que quien está inmerso en ella, cree, por
el contrario, saberlo todo. De ahí su extremo peligro.
En una maravillosa carta dirigida a Donato de los Apeninos,
Francesco Petrarca expone con brillantez las
consecuencias de la ignorancia. La carta, que hoy se considera ya
una obra esencial del poeta renacentista, está finalizada el 13 de
enero del año 1340 a las once de la noche, es decir, en los últimos
meses de la vida de Petrarca, prácticamente agonizante, y es una
especie de testamento. Nos da toda una lección sobre la ignorancia
y también sobre la envidia en "De sui ipsius et multorum
ignorantia", es decir "De la propia ignorancia y de la de muchos
otros".
Petrarca inicia la carta, dirigida a su amigo Donato, eminente
gramático, haciendo una reflexión sobre las consecuencias de la
envidia de las que no puede huir y que considera un pertinaz veneno
y dice magistral que "mientras el estado, al que tanto debo, me deja en libertad, la envidia, a la
que nada adeudo, me sigue incomodando".
¿Por qué la queja del maestro? Petrarca era un hombre de un gran
prestigio, admirado, querido, respetado y aclamado. ¿Por qué
entonces dice que aunque la razón aconseje callar, la indignación
natural le lleva a lo contrario?
La tristeza que acongoja el ánimo de Petrarca está ocasionado
precisamente por que aquellos a quienes él considera amigos y,
además, sabe que en realidad le admiran y aprecian, tienen envidia
de su conocimiento. Llega el poeta a la conclusión de que lo que
molesta a sus amigos es simplemente la fama y el prestigio,
"seguramente superior a mis propios méritos", reconoce. Ciertamente
no es tanta la diferencia entre los hombres de hoy y los del
Renacimiento .
Petrarca afirma categórico algo que es el pan nuestro de cada día:
"se creen grandes y son todos ellos ricos (y ésta es hoy la única
grandeza entre los hombres) y están preocupados porque creen que no
han conseguido renombre alguno." Critica Petrarca
a aquellos que se ocupan de acumular conocimientos, muchas veces
equivocados, sin la menor demostración empírica, y dan la espalada
al conocimiento de la naturaleza humana. ¿Adónde vamos, de dónde
venimos? No creo que el paso de los años haya logrado tampoco
mejorar la situación de la humanidad.
Y cuando alguien se atreve a levantar la voz y a reclamar más
atención a las cuestiones de la existencia, individual o colectiva,
es víctima propiciatoria de los envidiosos e ignorantes. Claman
contra el que se atreve a cuestionar los grandes dogmas y caen
sobre él las consecuencias de su actitud levantisca, que es en
realidad sencillamente la expresión de sus dudas. Como dice
Petrarca, al principio, es estupor general y luego
se pasa a la franca indignación. Y se reúnen en conciliábulo para
examinar la situación, pero a solas, para que nadie sepa, nadie
escuche, nadie pueda alegar en defensa del nuevo hereje. La
sentencia es, al fin, pronunciada: "ignorancia". Los
inconmensurables estultos llaman ignorantes a los que no inclinan
respetuosos la cerviz.
Esto se ve hoy con claridad en casi todos los ámbitos de la vida
y, lo que es aún peor, la sentencia se hace en nombre de algún
dios, sea el que sea, para legitimar la decisión. Pero "ningún dios
favorece la iniquidad ni favorece la envidia ni la
ignorancia".
¿Qué recurso nos queda? Volvamos a Petrarca: ¿Apelar a un tribunal
más justo? ¿Callar, confirmando así su veredicto? El poeta, viejo y
cansado opta por el silencio y la aquiescencia de forma que, al
final, quedará como un ignorante. El drama es que como señala "eso
permitirá a los más ignorantes juzgar la ignorancia de otros" y es
sabido que nadie juzga peor la ignorancia que el ignorante.
Insiste Petrarca en algo que me parece
interesante. La cultura es para él un vistoso aditamento, un
adorno, pero la razón es innata y forma parte de la esencia del
hombre y en consecuencia, carecer de cultura no es lo mismo que
carecer de inteligencia. Es esta, a mi juicio, la verdadera
cuestión. La acusación de ignorancia hecha por los ignorantes lo
que pretende es evitar el cuestionamiento de los
dogmas. Es la lucha contra la intransigencia escolástica.
En definitiva se trata de la casi eterna batalla entre los
dogmáticos y los que prefieren la comprobación de las cosas por
métodos empíricos: el tomismo contra la libertad de pensamiento. La
sumisión ciega contra la discusión y las dudas.
Pero hoy, quienes dudan siguen siendo sospechosos. Aquellos que
proponen ideas, no para aceptar sin discusión, sino precisamente
para discutir sobre ellas, caen en el saco de la sospecha de los
nuevos inquisidores.
Y no se libra nadie: teólogos como Hans Kung, cuestionados por la
ortodoxia vaticana, escritores de la relevancia de José Saramago,
acusados de subversión precisamente por querer recuperar lo
perdido, artistas que ven sus obras amenazadas por criticar a los
detentadores del poder. Son los Petrarca de hoy. Se les excomulga,
se les suspende y se les llama ignorantes y se procura oscurecer su
mensaje.
Lo malo es, como dice Petrarca, que este pleito
lo fallará la posteriodad. A nosotros nos gustaría que no hubiera
que esperar tanto.
Comentario de los lectores:
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