Ser niño en los 80
La Movida no existió, dicen los protagonistas. Pero por una vez
los jóvenes no se quedaron en sus casas. Sin embargo yo, un niño
que vivía en Valencia, con amigos a los que apenas veía y que
pasaba los sábados cuidado por la vecina, una mujer mayor que
ganaba unos dineros zurciendo prendas, en aquellas mañanas limpias
de mi juventud, despreocupado, feliz, y con la mente despierta y
receptiva, a través de la pantalla de mi televisor, en un tiempo en
el que aún tenía un sentido y amplificaba la voces y movimiento de
las calles, en la que era la protección de mi casa, casi llegando
con la mano tendida, aquellas personas que existían y estaban
devorando las noches y experimentando fiebres nuevas y libertarias,
venían a visitarme y dejar, como la cola de un cometa, un hambre
tentadora y eléctrica.
Era como si los jóvenes hubieran tomado el control o como si en el
zoo hubieran dejado las puertas abiertas. La programación de los
sábados parecía dirigida para aquellas personas, que, con resaca,
se congregarían frente al televisor para recibir un aliento y
estímulo de cultura pop. Se había perdido el miedo y la
vergüenza.
Los contenidos que irradiaba mi pantalla, que hoy no sólo a nadie
se le ocurriría emitir, sino que otra mano los alejaría de mi
influencia, incluían clásicos y películas de serie B como "El
increíble hombre menguante", "El hombre mosca",
"El hombre con rayos x en los ojos" o "Engendro
mecánico".
Todo estaba compartido, como una recuperación del tiempo perdido y
silenciado.
Aquellos eran unos años de esplendor en la televisión, que ya
había comenzado en los 60 con la irrupción de Estudio 1 y la
llegada de talentos procedentes de América como Chicho
Ibáñez Serrador o, desde Puerto Rico, la familia
Aragón.
"La bola de cristal", empezó en el 84. Su presentadora
era Alaska, una suerte de la Vampiria americana
que daba paso a las antiguas películas de terror en la televisión
americana, que con su voz, ambigua seducción y sugestiva
personalidad, se dirigía a los niños y los que no tan niños como la
conciencia y catalizador de un nuevo orden.
En el programa actuaban cantantes como Santiago Auserón, Loquillo
o Kiko Veneno. Otras secciones eran comandadas por Pablo Carbonell
y Pedro Reyes. Javier Gurruchaga, Enrique San Francisco y Freda
Lorente cerraban, junto a una nómina de actores y artistas, el más
alocado, maduro y nada complaciente programa jamás diseñado para un
público infantil.
España estaba unida por un círculo de fuego y como una cruzada
nadie debía escapar al bautizo. No comprendo por qué por las noches
se ponía el sol si las carcajadas continuaban rodando las
calles.
Verano Azul nos había enseñado unos años antes nuestra
hermosura, pero el espejo, de tanto usarlo, acabó por romperse;
porque desde entonces, como dijo Baudelaire: Todo es desesperación
y melancolía.
Nos hemos acomodado, dejado llevar por las corrientes y olvidado
nuestras palabras en el camino. Hemos perdido nuestra independencia
y hemos puesto nombre y número a las calles. Pero no nos ha servido
para construir un país mejor.
Cayeron sobre nosotros cuando el sueño estaba húmedo y
caliente.
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