Sarah Waters
No sé si a ustedes les pasará lo mismo, pero yo siento vértigo
cada vez que me asomo a una librería y recorro con la vista sus
anaqueles. Miles y miles de libros que no he leído y que nunca
leeré me observan ceñudos desde las estanterías. Me consuelo con la
idea de que no hay motivos para la angustia, pues la mayoría de
esos libros no merecen la pena y, por tanto, no es gran cosa lo que
me estoy perdiendo. Pero siempre oigo esa vocecilla interior, ese
Pepito Grillo del demonio,
que me interpela del siguiente modo: "¿Y qué me dices de todos los
tesoros que nunca conocerás?". Tengo un amigo que sólo consiente en
leer a los clásicos, pues afirma que no hay mejores filtros que el
tiempo y la tradición para separar el trigo de la paja. En mi caso,
ay, tampoco con los clásicos tengo la conciencia tranquila. Nunca
leí a Tolstoi
ni a Dostoievski. Jamás terminé libro
alguno de Balzac ni de Stendhal. A Dickens lo
conozco mayormente por el cine. A Goethe ni me lo nombren.
Sigo casi pez en Faulkner y Steinbeck. "La
montaña mágica" la abandoné a mucha distancia de la cumbre. En
cuanto a la literatura grecolatina, apenas he pasado de los
trágicos, y eso porque aquellos tipos poseían la virtud de la
brevedad a la hora de escribir sus obras inmortales. Cada vez que
entro en una biblioteca me siento aplastado bajo esas toneladas de
libros imprescindibles jamás leídos, y el analfabeto que habita
dentro de mí se agita y gruñe de gusto al notar mi frustración.
Pero lo de las librerías es distinto. Aquí entran en juego factores
quizás más irracionales que la dolorosa conciencia de mis lagunas
como lector. La atracción de la novedad, el reclamo de la faja
roja, la impronta de una reseña elogiosa, la brillantez de las
portadas... El márketing... El consumo... Y uno mismo con sus
limitaciones, en especial la de ser desesperadamente vulnerable a
todos esos libros que brillan como juguetes nuevos, que vienen
envueltos en glamurosas cuatricromías y que se anuncian a toda
página en las revistas del ramo (y a menudo también en las que no
lo son). Esos cientos de títulos que abarrotan las mesas de
novedades (al menos durante un par de semanas), esos títulos que
ejercen sobre el indefenso y sugestionable lector un efecto
magnético, como de canto de sirena o chica guapa en bikini, esos
títulos que leerán otros para restregárnoslo después, y a los que
tal vez nunca hincaremos el diente, porque carecemos de tiempo o de
dinero o de ambas cosas. La eterna agonía del consumidor de letra
impresa. Esa maldición. Ya saben.
Por
suerte, hay veces en que alguna feliz conjunción de factores nos
permite levantar momentáneamente la cabeza, pequeños parches para
sobrellevar nuestras frustraciones con cierta dignidad. A veces la
suerte o el azar nos ponen delante a un autor maravilloso del que
nada sabíamos, y además eso ocurre en el momento adecuado, cuando
contamos con tiempo y con ganas de zambullirnos en su mundo
literario. A mí me ha pasado este verano con la autora galesa
Sarah
Waters. De sus novelas se ha dicho que son las que
escribirían las hermanas Brontë de haber vivido la
revolución sexual en el "swinging London" de los 60 y los 70. Y es
cierto que, desde las primeras páginas, uno tiene la sensación de
estar leyendo a una autora victoriana, aunque subida de tono. Pero
las novelas de Sarah Waters son mucho más que un pastiche de época.
Prodigiosa es su recreación de la Inglaterra de la segunda mitad
del XIX. Magnífico su dominio de la trama, que nos va envolviendo
en una red de la que no queremos ni podemos librarnos. Brillante el
lenguaje y el estilo. Evocadores esos ecos de literatura de género
(el terror, el gótico, el fantástico, la novela policial, el
erotismo...). Pero, por encima de todo, magníficos sus retratos de
personajes femeninos. Hondos, contradictorios, desesperadamente
humanos.
"Falsa identidad" (Fingersmith) es el título de las novelas que he
leído. El libro arranca como una historia de pícaros y delincuentes
en el East End, muy al estilo de Oliver Twist. Poco
después creemos habernos sumergido en una novela de Charlotte
Brontë, con mansiones y misterios, y personajes que ocultan
oscuros secretos. Después vivimos una arrebatada historia de amor
lésbico. Luego un relato de aventuras e infortunios. Y después la
novela es todo eso y muchas cosas más. Una narración que cambia y
se renueva en cada capítulo, que entretiene de un modo
extraordinario y que, página tras página, plantea nuevos desafíos
para el lector exigente. Uno de esos libros que uno no querría
acabar nunca.
La historia de "Afinidad" es más sencilla, pero sólo en
apariencia. La trama desarrolla la pasión que la visitadora de una
cárcel de mujeres siente por una de las presas. La primera es una
joven dama de la alta sociedad londinense, una mujer atormentada
por la pérdida de su padre, de quien dependía intelectual y
afectivamente, y por la traición de una amiga con la que ha
mantenido una relación amorosa. La reclusa de la que se enamora es
una hermosa muchacha que ejercía como médium, y que ha acabado
entre rejas por un turbio asunto cuya naturaleza real se nos revela
poco a poco. La historia se cuenta en clave intimista y lineal a
través del diario de la dama (Margaret Prior), aunque se nos
ofrecen también algunos retazos del pasado en las páginas del
diario de la joven espiritista (Selina Dawes). A pesar de la
narración detallada y polifónica, durante todo el transcurso de la
historia tenemos la impresión de que algo se nos escapa, algo
oscuro y terrible que parece acechar bajo las revelaciones de las
dos protagonistas. La novela nos cautiva por su tersura y su
delicadeza, pero no podemos evitar sentirnos amenazados por los
fantasmas que adivinamos al final del camino. Tan sólo podemos ver
su sombra, pero nos basta para saber que están allí. Una historia
de una inmensa fuerza trágica disfrazada de novela sentimental. Un
lobo con piel de cordero.
Sarah Waters
es una poderosa narradora, no tanto por el tema central de su obra
(el amor entre mujeres) sino por el modo originalísimo en que lo
aborda. La autora no se conforma con tratar un asunto de moda desde
una perspectiva contemporánea (la literatura de consumo y las
comedias televisivas ya se han encargado de hacerlo). Waters nos
traslada a otra época en que la condición de homosexual o lesbiana
equivalía la muerte social (y muchas veces también a la cárcel),
por tanto, había de vivirse en la clandestinidad más absoluta. Esta
amenaza añade fuerza y dimensión trágica a sus historias. Al mismo
tiempo, la autora posee la capacidad de ramificar sus tramas hasta
hacer de ellas auténticos laberintos, perfectos mecanismos de
relojería. Mientras tanto, nos deja oír la suave música de un modo
de narrar que creíamos perdido para siempre.
La crítica a menudo encuadra a Sarah Waters dentro de la narrativa
homosexual, y no dudo que haya motivos para ello (la propia autora
lo fomenta con su compromiso vital y político). Sin embargo, más
allá de catalogaciones, Waters es un exquisito regalo para
cualquier lector que ame el arte de narrar, tanto en su presente
como en su tradición.
Además (y que esto quede entre nosotros) es la novelista que a
muchos escritores nos gustaría llegar a ser.