Los primeros poetas
Éramos unos chiquillos. Cinco jóvenes arrogantes a los que les
gustaba la literatura y que una noche decidieron quedar para leer a
sus poetas preferidos.
Elegimos "La cámara caliente", que era el nombre de mi sótano.
Punto de reunión y desde el que conspirábamos contra ese mundo
rutilante de la adolescencia, lleno de promesas y
posibilidades.
Cada uno de nosotros había traído dos o tres libros. Una sonrisa
pícara aleteaba por escapar de nuestros rostros. Era una fecha
nueva, como el día de una revolución. Y sabíamos que se trataba de
algo serio. Un punto sin retorno.
A un lado estaban los libros, y frente a ellos botellas de
alcohol. Nosotros esperábamos en el centro. Dispuestos para el
bautizo. En aquellas edades nuestra sangre contenía tales venenos
que necesitábamos el aire más puro que conocíamos.
Se empezó con Bécquer. Nos pasábamos el libro
y leíamos unos poemas. Eran escritos en aquel momento, para
nosotros. En nuestras cabezas tintineaba alguna chica y los labios
se nos ponían rojos.
Leíamos en voz alta, para conjurar una promesa como un sello del
destino. Un minuto de silencio para el mar.
Conocíamos los poetas simbolistas franceses. Baudelaire, Apollinaire, Rimbaud,
Verlain... Sus poemas eran diferentes. Una puerta al amor desde
dentro. A la sabiduría y locura como formas de vida
irremplazables.
Pero entonces alguien sacó de su bolsillo un poema arrugado, y
quiso leerlo al resto. Era una línea que cruzaba Valencia y se
perdía en el infinito. Causaba alborozo, desnudez y fragilidad.
Creábamos vida a la manera de los dioses; imperfecta, pero real. No
seguíamos una regla porque era un inicio.
Cuando acabó el resto sacamos nuestros poemas, como asesinos,
dispuestos a llenarnos las manos de sangre.
Y el mundo ya no volvió a ser el mismo.
Comentario de los lectores:
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