Anika entre libros

Los personajes que se parecieron a mí

Joseph B Macgregor, marzo 2007


De todos los libros que he tenido oportunidad de leer en mi larga vida como lector compulsivo, hay varios que me tocaron especialmente la fibra sensible por el profundo grado de identificación con el personaje central. De alguna forma, estos seres de ficción me recordaban aspectos de mi personalidad que, en gran medida, había dejado ya atrás. Me evocaban al Josephb que no me gustaba ser, con el que tuve que lidiar cotidianamente gran parte de mi existencia, una parte de mí que no hacía feliz, que me torturaba, me impedía avanzar y que me estaba llevando a un peligroso callejón sin salida.

Un ejemplo claro de esto que digo, lo encuentro en el personaje que protagoniza el cuento de H G Wells "La puerta en el muro", Lionel Wallace (un hombre no especialmente hábil a la hora de elegir la opción más adecuada para ser feliz). La lectura de su particular odisea me provoca siempre una sensación sobrecogedora, una inevitable y amarga tristeza hacia ese pobre hombre que está siempre demasiado ocupado para poder volver a abrir la puerta en el muro a través de la cual podrá acceder a un lugar maravilloso, una suerte de Edén Perdido, en donde fue feliz, sólo unos instantes, cuando era sólo un crío. Así fue mi vida durante muchos años hasta que por fin un día desvié mi camino y decidí abrir mi particular puerta en el muro; alguien me ofreció una oportunidad, una cierta esperanza de poder escapar de ese callejón sin salida del que antes hablé y la aproveché: cruce la puerta y fue un auténtico punto de inflexión en mi vida.

Por eso personajes como el Ivan Illich, protagonista de la novela breve La Muerte de Ivan Ilich, escrita por Tolstoi, o el estrambótico protagonista de El Hombre Enfundado, uno de los mejores cuentos de Chejov que he tenido oportunidad de leer, me llegan especialmente corazón porque son ejemplos de Vidas No Vividas.

En el caso de Ivan Illich, se nos narra la biografía de un hombre normal, más bien insignificante, con ambiciones bastante anodinas, que sólo ha vivido para su trabajo, que no ha encontrado el amor verdadero, que sólo ha experimentado la rutina de lo cotidiano… es decir, un hombre al que nunca le pasa absolutamente nada importante y que muere con la sensación de no haber experimentado la vida al cien por cien. Esta misma impresión la tenía yo mismo hace unos años y ahora, aunque no tengo todavía la certeza absoluta de haberme tirado a la piscina al cien por cien, al menos si sé que tengo posibilidades de llevar las riendas de mi propia vida y que no sea ésta la que me controlé a mí.

Lo mismo sucede con la tragedia chejoviana de Mavra ("El hombre enfundado") que me recuerda al Joseph de hace unos años, atrapado en jersey oscuros de cuello alto, aspecto sombrío… un aspecto físico exterior que no tenía nada que ver con el Joseph que habita en mi interior y que, por miedo, tenía atrapado en una especie de armadura… viendo la vida desde la barrera, sin participar en ella, como un espectador pasivo de los acontecimientos de mi vida. La gente cuando me conocía bien me decía siempre: "¡Anda, yo no imaginaba que fueras así (de simpático, de divertido, de buena gente…)!" Y parte de esto venía motivado porque como me vestía o me presentaba ante los demás. Daba la impresión de ser una persona severa, cuadriculada, antipática, austera, seria; en una palabra: encorsetada. Me siento especialmente identificado en esta descripción que Burkin hace de al principio del relato del personaje en cuestión:


"Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche hacía al cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real lo irritaba, lo asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto lo rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad […] Toda infracción de las reglas establecidas; toda desviación del camino trazado por las circulares, lo ponían triste y perplejo, aunque se tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse."


Es decir, el símbolo de la auto-protección, del miedo a la vida, a sentir, a participar activamente en ella. El cuento en tremendamente pesimista al final. Cuando parece que Mavra puede cambiar, algo sin importancia, un detalle estúpido le hace volver a su estado primigenio. Para Chejov, no hay esperanza de cambio alguna. Con esto último no puedo estar de acuerdo, porque si creo que se puede cambiar, sólo que hay que tenerlos muy bien puestos y además tener paciencia, mucha paciencia, que Roma no se ganó en un día y que nunca el proceso de crecimiento personal está terminado del todo, que la vida es un cambio continuo, una evolución constante.

Por último, quiero hablar de Hans Giebenrath, el protagonista de "Bajo las ruedas" de Herman Hesse, estudiante modelo que prepara, sacrificando las vacaciones, su examen de acceso al seminario (Landexamen). Vive sometido a una gran presión ya que le aterra la idea de llegar a suspender la prueba y desilusionar así las expectativas que todos han puesto en él. Consigue llegar al segundo puesto y de este modo puede al fin iniciar sus estudios superiores en el seminario. Una vez allí, trabará amistad con Hermann Heilner uno de los alumnos más iconoclastas y rebeldes del centro.

Nunca he sido un gran estudiante, pero lo que me sobrecogió enormemente fue el sentir que tanto su vida como la mía estaban programadas, que tanto él como yo estábamos viviendo la vida que querían los otros (los padres, los hermanos, los amigos) y no la que ambos deseábamos vivir en realidad. La suerte de Hans no deja mucho lugar para la esperanza tampoco… pero el recuerdo de ese aspecto tan triste y tan real de mi propia existencia me causó un enorme impacto emocional. Ese miedo a decepcionar a los demás, hacer cosas que realmente no deseas para que te quieran, para que no te rechacen… hasta el punto de sacrificar los sueños personales. Desgraciadamente, para esto si que no hay marcha atrás y, en ese sentido, la vida que uno se ha construido a los cuarentitantos años a nivel profesional tiene pocas posibilidades de cambio, aunque tampoco tiene nada de malo soñar que algún día todo puede cambiar por un golpe de suerte.


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