Anika entre libros

Leer sí pero... ¿dónde?

Jaume Cordelier, junio 2005


Pese a los repetidos esfuerzos de los sucesivos gobiernos españoles por llevar el amor a la lectura al ánimo de los ciudadanos, hay que reconocer que las cifras no mejoran y, más bien al contrario, empeoran cada año. Da la impresión de que el saludable hábito de leer pierde posiciones en la sociedad actual. Al menos las estadísticas así lo parecen indicar, y no sólo en España.

Hace tres años la catedrática y ex-senadora Victoria Camps escribió un ensayo que se le pidió para el informe correspondiente al año 2002 sobre la lectura en España y que se encuentra, junto a otros artículos, recopilado en un interesante libro patrocinado por el Ministerio de Educación. En este trabajo, que la autora tituló "La manía de leer", y cuya lectura es verdaderamente recomendable, se hacen algunas afirmaciones curiosas y muy reveladoras, entre las que me llamó la atención su defensa de la necesidad del silencio para poder leer.

La interpretación, posiblemente algo "sui generis" que de la misma hice, me ha servido de pauta para realizar un pequeño experimento sobre la lectura, aunque sea con notable retraso sobre la fecha de publicación del mencionado artículo. Por tal motivo me he decidido a salir de mi voluntario retiro y trasladarme a un monasterio de monjas benedictinas en la provincia de Burgos, a fin de comprobar algunas cosas y tener algún dato empírico.

En todo caso, quede claro que no es sólo la posible falta de silencio lo que impide la afición a lectura, sino otras muchas causas y circunstancias a las que, si viene al caso, me referiré en otro momento.

La primera conclusión que he sacado es que, hoy por hoy, un monasterio es un lugar ideal para poder leer en el sentido que damos a esta palabra, es decir, concentrarnos en lo que tenemos delante de los ojos, sumidos en el más profundo de los silencios, como la señora Camps afirma.

Precisamente, el hecho de que para leer el silencio sea una cuestión "sine qua non", ha sido el motivo esencial por el que los lectores han sido considerados tipos raros, impertinentes, arrogantes, locos y poco sociables y por tanto peligrosos, a lo largo de los siglos según Camps. Este estigma persigue aún hoy a muchos lectores, sobre todo, si pretenden dedicarse a la lectura con atención y no como quien ve cualquier culebrón televisivo. Hoy no se acaba en la hoguera junto con algún libro sospechoso, pero sí en el aislamiento social y con el calificativo casi generalizado de persona "rara".

Durante mucho tiempo, afirma Camps, la lectura en los conventos era un modo de evitar la interpretación libre de los textos bíblicos. Es posible, por no decir que es casi seguro, que esto fue así pero, en todo caso, la costumbre, hoy mantenida, de la lectura colectiva, durante la hora de la comida por ejemplo, es siempre mejor que el silencio idiota que se produce entre los comensales, más pendientes de la caja tonta que de la compañía e, incluso, que de los sabores de los alimentos que alguien se ha molestado en preparar con esmero, lo que, dicho sea de paso, es una falta de consideración hacia el autor.

Cualquier intento de entablar una conversación, incluso aunque sea sobre algo no muy trascendente, se topa con la indiferencia general cuando no con una terminante orden de callar dada de forma casi siempre áspera. Como no se lee, tampoco se habla.

Una de mis agradables contertulias, visitante como yo del monasterio en cuestión, durante el tiempo que dedicamos a la magnífica y abundante comida que las hermanas benedictinas nos ofrecieron, coronada con un excelente licor de fabricación propia cuya composición no nos fue revelada, me comentó un tanto extrañada, que le parecía exagerado tener que retirarse a un monasterio para poder leer con la tranquilidad necesaria: "creo -dijo- que es suficiente acudir una biblioteca pública", posiblemente algo alarmada por mi contundente afirmación.

Claro que mi respuesta fue inmediata: "No es lo mismo -repliqué- porque en una biblioteca existe el inevitable trasiego de otros lectores, el descolocar y volver a colocar libros en estanterías e, incluso, el ruido provocado por el abrir y cerrar de puertas".

No sé si mi amable compañera de mesa quedó o no convencida con mi argumento pero, en todo caso, no insistió en el suyo, tal vez por considerar que es el mío un caso sin remedio de eso que Victoria Camps llama un tipo huido del mundo.

En todo caso, el silencio casi sepulcral de aquel recinto invita a la lectura, ayuda a la concentración y nos permite gozar generosamente del tiempo necesario para, sin interrupciones, aprovechar el paso de las páginas.

Una cuestión que me parece básica saber es por qué se lee tan poco, cuál puede ser el motivo real de esa cada vez más escasa afición a sumergirse en las páginas de un libro. Tiene que existir una explicación razonada ¿Será la ausencia de ese necesario silencio?.

Tal vez el tipo de sociedad que estamos construyendo considere que todo aquello que no contribuye al desarrollismo capitalista, al feroz individualismo, al crecimiento económico, etc. no es útil. Puede ser, aunque de momento, sólo lo expongo como una simple hipótesis. Bien es cierto que, alguna vez, alguien dijo que "más libros para ser más libres", y acaso no sea fortuito que, ahora que la lectura está en franco retroceso, nuestra libertad también lo esté.

Me pregunto si los lectores habituales no estaremos abocados a convertirnos en una especie en extinción a la que se va eliminando poco a poco. Cada vez es más minoritaria la "manía" de la lectura, por parafrasear a Camps, cada vez son menores los espacios verdaderos para leer, cada vez las campañas para su incentivo resultan más infructuosas y ridículas pese que se invierte más dinero. ¿Qué destino aguarda al lector y por consiguiente al libro? ¿Acabaremos siendo tan escasos que cabremos todos en un monasterio?

J. Cordelier

* Dedicado con afecto a sor Isabel y sor Teresita, sin cuya acogedora amabilidad la lectura habría sido posible, pero habría carecido de su necesario elemento humano porque silencio no equivale nunca a soledad.


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