Leer sí pero... ¿dónde?
Pese a los repetidos esfuerzos de los sucesivos gobiernos
españoles por llevar el amor a la lectura al ánimo de los
ciudadanos, hay que reconocer que las cifras no mejoran y, más bien
al contrario, empeoran cada año. Da la impresión de que el
saludable hábito de leer pierde posiciones en la sociedad actual.
Al menos las estadísticas así lo parecen indicar, y no sólo en
España.
Hace tres años la catedrática y ex-senadora Victoria Camps
escribió un ensayo que se le pidió para el informe correspondiente
al año 2002 sobre la lectura en España y que se encuentra, junto a
otros artículos, recopilado en un interesante libro patrocinado por
el Ministerio de Educación. En este trabajo, que la autora tituló
"La manía de leer", y cuya lectura es verdaderamente recomendable,
se hacen algunas afirmaciones curiosas y muy reveladoras, entre las
que me llamó la atención su defensa de la necesidad del silencio
para poder leer.
La interpretación, posiblemente algo "sui generis" que de la misma
hice, me ha servido de pauta para realizar un pequeño experimento
sobre la lectura, aunque sea con notable retraso sobre la fecha de
publicación del mencionado artículo. Por tal motivo me he decidido
a salir de mi voluntario retiro y trasladarme a un monasterio de
monjas benedictinas en la provincia de Burgos, a fin de comprobar
algunas cosas y tener algún dato empírico.
En todo caso, quede claro que no es sólo la posible falta de
silencio lo que impide la afición a lectura, sino otras muchas
causas y circunstancias a las que, si viene al caso, me referiré en
otro momento.
La primera conclusión que he sacado es que, hoy por hoy, un
monasterio es un lugar ideal para poder leer en el sentido que
damos a esta palabra, es decir, concentrarnos en lo que tenemos
delante de los ojos, sumidos en el más profundo de los silencios,
como la señora Camps afirma.
Precisamente, el hecho de que para leer el silencio sea una
cuestión "sine qua non", ha sido el motivo esencial por el que los
lectores han sido considerados tipos raros, impertinentes,
arrogantes, locos y poco sociables y por tanto peligrosos, a lo
largo de los siglos según Camps. Este estigma persigue aún hoy a
muchos lectores, sobre todo, si pretenden dedicarse a la lectura
con atención y no como quien ve cualquier culebrón televisivo. Hoy
no se acaba en la hoguera junto con algún libro sospechoso, pero sí
en el aislamiento social y con el calificativo casi generalizado de
persona "rara".
Durante mucho tiempo, afirma Camps, la lectura en los conventos
era un modo de evitar la interpretación libre de los textos
bíblicos. Es posible, por no decir que es casi seguro, que esto fue
así pero, en todo caso, la costumbre, hoy mantenida, de la lectura
colectiva, durante la hora de la comida por ejemplo, es siempre
mejor que el silencio idiota que se produce entre los comensales,
más pendientes de la caja tonta que de la compañía e, incluso, que
de los sabores de los alimentos que alguien se ha molestado en
preparar con esmero, lo que, dicho sea de paso, es una falta de
consideración hacia el autor.
Cualquier intento de entablar una conversación, incluso aunque sea
sobre algo no muy trascendente, se topa con la indiferencia general
cuando no con una terminante orden de callar dada de forma casi
siempre áspera. Como no se lee, tampoco se habla.
Una de mis agradables contertulias, visitante como yo del
monasterio en cuestión, durante el tiempo que dedicamos a la
magnífica y abundante comida que las hermanas benedictinas nos
ofrecieron, coronada con un excelente licor de fabricación propia
cuya composición no nos fue revelada, me comentó un tanto
extrañada, que le parecía exagerado tener que retirarse a un
monasterio para poder leer con la tranquilidad necesaria: "creo
-dijo- que es suficiente acudir una biblioteca pública",
posiblemente algo alarmada por mi contundente afirmación.
Claro que mi respuesta fue inmediata: "No es lo mismo -repliqué-
porque en una biblioteca existe el inevitable trasiego de otros
lectores, el descolocar y volver a colocar libros en estanterías e,
incluso, el ruido provocado por el abrir y cerrar de
puertas".
No sé si mi amable compañera de mesa quedó o no convencida con mi
argumento pero, en todo caso, no insistió en el suyo, tal vez por
considerar que es el mío un caso sin remedio de eso que Victoria
Camps llama un tipo huido del mundo.
En todo caso, el silencio casi sepulcral de aquel recinto invita a
la lectura, ayuda a la concentración y nos permite gozar
generosamente del tiempo necesario para, sin interrupciones,
aprovechar el paso de las páginas.
Una cuestión que me parece básica saber es por qué se lee tan
poco, cuál puede ser el motivo real de esa cada vez más escasa
afición a sumergirse en las páginas de un libro. Tiene que existir
una explicación razonada ¿Será la ausencia de ese necesario
silencio?.
Tal vez el tipo de sociedad que estamos construyendo considere que
todo aquello que no contribuye al desarrollismo capitalista, al
feroz individualismo, al crecimiento económico, etc. no es útil.
Puede ser, aunque de momento, sólo lo expongo como una simple
hipótesis. Bien es cierto que, alguna vez, alguien dijo que "más
libros para ser más libres", y acaso no sea fortuito que, ahora que
la lectura está en franco retroceso, nuestra libertad también lo
esté.
Me pregunto si los lectores habituales no estaremos abocados a
convertirnos en una especie en extinción a la que se va eliminando
poco a poco. Cada vez es más minoritaria la "manía" de la lectura,
por parafrasear a Camps, cada vez son menores los espacios
verdaderos para leer, cada vez las campañas para su incentivo
resultan más infructuosas y ridículas pese que se invierte más
dinero. ¿Qué destino aguarda al lector y por consiguiente al libro?
¿Acabaremos siendo tan escasos que cabremos todos en un
monasterio?
J. Cordelier
* Dedicado con afecto a sor Isabel y
sor Teresita, sin cuya acogedora amabilidad la lectura habría sido
posible, pero habría carecido de su necesario elemento humano
porque silencio no equivale nunca a soledad.
Comentario de los lectores:
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