Leer la vida
Una sola frase de un fragmento literario nos puede llevar a
devanarnos los sesos. Tomemos una muestra: "Usted escribe que no
tiene miedo de morir con tal de que el resultado no sea la muerte",
dice una octogenaria en un relato de "La mesa limón", de Julian Barnes.
Desde una residencia para mayores, le habla en una carta al
narrador del cuento, supuestamente el autor de la obra.
Una vez leídas las palabras de la anciana, levantamos la cabeza
por instinto para rumiar al instante su contenido. Una ráfaga de
imágenes e ideas atraviesa nuestros cerebros. A cada lector le
asaltarán sus propios pensamientos: que si es fácil aceptar la
muerte cuando se es joven y aún no se la mira de frente o cuando se
piensa que siempre toca sólo en la puerta ajena. Que si una cosa es
la perspectiva literaria de la condición mortal y otra, asumir
nuestra particular existencia efímera…
Si una sola frase de un cuento es capaz de remover nuestro
intelecto, cuántas cavilaciones hondas puede despertar una obra
literaria entera. Preñada de personajes, atmósferas, detalles,
incidentes, nos volvemos presa de sus significados simbólicos. Al
fin y al cabo, se da por sentado que una mente consciente se oculta
tras las palabras en las páginas. Algo nos quiere decir y algo nos
llama a desentrañarlo. Y, en el proceso de lectura, escudriñamos
los protagonistas, sus situaciones y sus motivos. Irrumpen en
nuestro interior sentimientos de rechazo, admiración, indulgencia,
adhesión; una superposición de impresiones dulces y amargas y de
agudas introspecciones.
Sin embargo, después de cerrar el libro y devueltos ya a la
realidad, parece que perdemos nuestra capacidad de reflexionar y de
conmovernos. Entonces, las historias de los personajes de carne y
hueso carecen de significaciones más allá de las que sellan
nuestros prejuicios. El indigente, por ejemplo, que consideramos un
héroe en la obra "La edad de Hierro", de Coetzee, es
visto en la realidad de la intemperie como pura basura o el
apreciado universo imaginario de Don Quijote en poder de una
persona de la calle se censura en nombre de la cordura o la
admiración que nos inspira el príncipe Myshkin en "El Idiota", de
Dostoyevski, encarnado en un hombre
del mundo de lo real, es juzgado como un auténtico imbécil.
Todo un reto, leer la vida con los mismos ojos con los que se lee
una obra literaria. No se suele hacer y no es culpa de los
libros.
Comentario de los lectores:
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