La noche que conocí a Vila-Matas
(…) no me preocupó cuando perdí el autobús por culpa de las obras.
Saqué otro billete para la una y media de la madrugada y me fui a
cenar a un restaurante japonés del que salí alegre y contento a eso
de las doce en punto. Quedaba una hora y media y decidí relajarme.
Me fui a la coctelería Del Diego y ordené un margarita. En ello
estaba cuando recibí una llamada. La persona al otro lado de la
línea era mi hermana Guillermina. Me advertía de que a Vila-Matas
le acababan de conceder el Premio Fundación Lara de Novela. «Está
en el Círculo de Bellas Artes», me dijo, «es fácil colarse. Entra
de frente, coge el ascensor y sube al segundo piso.» Eso es lo que
hice. Estaba lleno de editores y autores y todos iban de gala menos
yo, que llevaba una maleta. «Ahora no se puede hablar con él», me
dijo Guillermina mirándome detrás de sus bonitos, tristes y
borrachos ojos verdes, «acaban de entregarle el premio y ahora no
se puede hablar con él.» En efecto, vi al señor Vila-Matas rodeado
de gente importante que le felicitaba, pero la cena del japonés la
había regado yo con vino y estaba muy contento después del cóctel
en Del Diego y de que Vila-Matas hubiera recibido un premio, por lo
que no tuve reparo en acercarme y romper el círculo que le rodeaba.
«Enrique, soy Royo-Villanova», me presenté. «¿Tú eres
Royo-Villanova?» «Sí. Royo-Villanova.» «¿Cuándo vas a venir a
verme?», me preguntó. «Tengo un viaje pendiente a Barcelona»,
respondí en mi cualidad de vendedor de trufas, «le avisaré con
tiempo.» Él asintió y con esta breve conversación me di por
satisfecho. ¿Satisfecho? En realidad, como diría Cortazar,
"volposado en la crostra del murelio me sentí balparamar perlinos y
márulos". Bebí un poco más de vino, saludé a un escritor y a una
editora muy guapa amiga de la infancia o, más aún, una editora muy
guapa de la cual yo estuve enamorado en la infancia, no en vano
perseguíamos piaras de cerdos juntos y mirábamos trotar un caballo
blanco y merendábamos en su finca y, en fin, nada más, porque ella
era, en realidad, la amiga de mi hermana mayor y dudo mucho que se
fijara en mí como yo en ella. Pero la saludé tantos años después,
convertida en guapa editora y yo en vendedor de trufas colado en la
cena de un premio literario con una maleta a cuestas.
No tenía nada más que hacer allí.
Salimos del Círculo de Bellas Artes y acompañé hasta el Cock a mi
hermana Guillermina. Saludé a más gente en el Cock, pero demasiado
pronto tuve que irme a la estación para coger mi autobús de la una
y media de la madrugada. Salí del Cock, y, no bien puse un pie en
la calle, de nuevo me encontré con Vila-Matas y de nuevo estreché
su mano y le felicité por el premio. «¿Royo, no?» preguntó él como
si examinara a un marciano. «Sí, Royo», dije yo. «Royo, ¿verdad?
Royo», insistió él, y no nos soltábamos la mano y me miraba
atentamente. «Sí, sí. Royo. Royo total.» Así hablamos a la puerta
del Cock y yo le hice saber que estaba muy contento. «Estoy muy
contento», le dije, y salí corriendo porque perdía el autobús,
«¡muy contento, Señor Vila-Matas! ¡Enhorabuena por su
premio!»
Y eso fue todo, aquel día especialmente bonito en el que conocí a
Don Enrique Vila-Matas, se me ofreció una columna en un periódico y
no vendí trufas en el catering de un bosque de la carretera de
Colmenar Viejo.
* * *
¿Qué permanece de aquello?
A Fernando Rayón lo fulminaron apenas un año más tarde de su
nombramiento como director de la Gaceta. Por supuesto, yo caí con
él. Los que somos así, tan nuestros y de nosotros mismos, caemos
siempre con nuestros benefactores. El negocio de vender trufas lo
dejé por desavenencias con el gerente de la empresa, a la sazón tío
carnal con quien, por otra parte, disentía profundamente desde niño
en cuanto a todo. Respecto a Vila-Matas, ya se sabe: no sabemos
nada (…)
(Extracto del Diario del
autor) Jaime Royo-Villanova
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