La literatura como cura

Ya podría la literatura gobernar el mundo. Sería una propuesta fabulosa contra la ramplonería de los políticos y su modo de proceder en la arena de lo público. Frente a los discursos mediocres y cansinos, se alzaría la contundencia de un pasaje, la enjundia de una cita o la belleza de un verso. ¿Se imaginan? La vida ciudadana ya no transcurriría de espaldas a la política. Ya no darían ganas, por tanto, de llevar a cabo diariamente lo que decía hacer a veces el poeta Antonio Porchia, quien se expresaba de esta manera: "Para aislarme del mundo lo levanto en torno de mí a modo de muro." Y no tendríamos que suplicar perdón por repetir con alegría otras palabras suyas: "Cuando no ando en las nubes, ando como perdido." Seríamos, por fin, eso, ciudadanos shandys, viajeros de vida portátil como los personajes de Vila-Matas enfrentados al aburrimiento de los "viajeros inmóviles".

La literatura haría ver, con Montaigne, que nadie puede sentarse por encima de su propio trasero. Nos protegería de la vanidad a través del "ser o no ser" de Hamlet. Asimismo, nos instruiría en el deber de lidiar contra el Macbeth que llevamos dentro, en defensa de los otros que también somos. Kafka nos prevendría de los malvados procesos y castillos. A la vez, nos educaría en el amor a todo Gregor Samsa cercano y lejano, con ayuda del alma de las letras de Dostoievski o de Albert Camus…

Y si algún lector de este texto preguntara por las razones de sustituir a los políticos actuales por la literatura, le podría responder un personaje de Amos Oz que explica que por once razones no bombardearon Smolensk los cañones de Napoleón. La primera fue que se había acabado la munición, y el resto de las razones, como es lógico, Napoleón se negó a oírlas.

¿Acaso el actual ejercicio de la corrupción no encierra todos los motivos para apelar a la literatura como cura?