El otro Rodin: Camille Claudel
No debe haber manicomio más anónimo y espantoso que el universo
encerrando a un ser humano para sumergirlo en sucias oscuridades
profundas. Porque robar la luz propia a alguien es condenarle
definitivamente a la expulsión de sí mismo.
La Historia está llena de vidas de mujeres creadoras y creativas,
arrancadas de sus epicentros, arrojadas al abismo de lo invisible.
Son mujeres con alma extraordinaria, forzadas por las
circunstancias a entrar en el infierno dantesco dejando previamente
fuera toda expectativa.
Es el caso de la escultora Camille Claudel, quien, a pesar
de la calidad de su obra, fue antes conocida por ser la amante de
su maestro, el célebre escultor francés Auguste Rodin, y
por su condición de hermana de un poeta.
Camille Claudel jugó ya en su infancia con el barro, esculpió a
las personas que la rodeaban, impresionó con su talento a
importantes escultores prominentes de la época.
Colaboradora tenaz de la producción artística de Rodin, mantuvo
con él durante quince años una relación pasional tormentosa. Se
puede afirmar hoy que fue la autora de algunas de las piezas más
significativas del escultor.
Si bien los años compartidos con ella fueron para Rodin los más
fructíferos de su vida, a Claudel la condenaron a un silencio
despiadado, insufrible: no se le permitió llevar a cabo su carrera
de forma independiente a la de su amante.
Quiso ser, finalmente, ella misma, rompiendo su relación amorosa.
Pese a las dificultades, intentó exponer sola su obra. No lo
soportó su alma de artista aplastada, rota. Ensimismada, absorta,
se hundió en la soledad, en la miseria, en el alcohol. Acabó
destruyendo cada escultura que terminaba para que Rodin no pudiera
apoderarse de ella.
Pasó sus últimos 30 años de existencia internada en psiquiátricos
tomándosele por loca. Loca, "por haber tratado de ser Camille y
mujer, Camille y artista, Camille y amante y libre." Son palabras
suyas extraídas de una carta a su hermano desde el infierno con
barrotes donde incluso los sueños se ponen tristes.
Deleitar hoy la obra de Rodin es hacerle el hueco merecido a
Claudel sin cuya existencia Rodin habría sido probablemente
otro.
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