"Cuernos retorcidos", o el valor de la amistad
No sé ustedes, pero yo,
cuando tengo un libro en las manos, de manera inconsciente me
dispongo para el disfrute, tanto por lo que espero encontrar
dentro, como por el trabajo que, entre bambalinas, supongo ha
llevado ponerlo en el mercado.
Lo mismo que cuando se apagan las luces de la sala y comienzan los
títulos de cabecera. Será deformación profesional, no se lo
discuto, pero el momento es impagable. Se arrellana uno en su
butaca, carraspea como si tuviera que largar un discurso y, por
tiempo limitado, desconecta del mundo y sus ―y nuestras― miserias.
Aplíquese la fórmula según conductas individualizadas, y habrá de
verse que, chispa más, chispa menos, la actitud es general. Nada se
interpone entre quien narra y quien escucha. Somos inmaculados,
todo oídos, y oídos vírgenes, perdóneseme la osadía, si es que
queda ya rastro de eso en el mercado.
Más tarde, se irá uno a casa, o tornará a la realidad, con gesto
estulto o satisfecho según haya funcionado el asunto. Si gusta,
bien, si no…, justificaciones: "Bueno, al fin y al cabo, no se está
obligado a complacer a todo el mundo…" "Ya se sabe, es una
historia arriesgada…" "Una visión a la que no estamos
acostumbrados…" "En la diversidad está la virtud." "La innovación
es difícil de asimilar al principio…" En fin, las mandangas
habituales.
Hasta aquí bien porque estamos hablando de reglas no establecidas
de un juego en el que participamos todos. Pero qué pasa cuando tras
unos minutos de proyección, o unos cuantos capítulos del libro,
todo estalla como globo en manos de un crío. Coño, nos sentimos
engañados, frustrados, y con ganas de decirle cuatro frescas a
quien nos escamotea un tiempo de nuestra vida que podíamos haber
dedicado a mejor empeño (no sé, buscarnos un moco en el semáforo, o
redactar "El eón como partícula de unión materia-espíritu en la
física cuántica". Da lo mismo, estamos hablando de libertad) y, lo
que es peor, nos ha birlado un nada desdeñable puñado de euros que
ya nunca volverá al bolsillo.
Ah, pero es un riesgo que ha de afrontar tanto el autor, como el
editor y, por supuesto, el usuario final. ("Usuario final". Es
horrible la inhumanidad de esta imagen dialéctica). Sí, pero cuando
priman los intereses comerciales sobre la literatura, postura
lógica hasta cierto punto, el de la ética, nos encontramos en el
mercado con textos tan innecesarios como "Cuernos
retorcidos". Y no es casualidad que acostumbren a
llevar en cubierta apellidos ilustres con la espuria pretensión de
dar solvencia al desaguisado. Porque un texto puede ser malo, o
bueno; estar peor o mejor escrito; ser más o menos interesante, eso queda a juicio del lector, que es
quien afloja el parné, pero, hombre, en cualquier caso, debiera ser
sincero.
Viene a cuento porque hace un tiempo, invitado por Ediciones
Irreverentes, acudí, encantado, lo reconozco, a la presentación del
último libro publicado hasta hoy de don Joaquín Leguina. Político culto y
escritor avezado ―coincidencia habitual un par de siglos atrás, y
rara avis en los tiempos que corren―, que me resulta de muy
agradable lectura, tanto si transita el ensayo, como cuando le pega
a la novela. (Recomiendo algunos títulos para quien aún no conozca
su faceta literaria y desee acercarse a su obra: "La fiesta de los
locos"; "Las pruebas de la infamia", o "Cuernos", colección de once
relatos, la mayoría deliciosos, cuyo título se remeda con mala
fortuna en este postrer librito. Si prefieren ensayo, vean ustedes
uno muy entretenido: "Malvadas y virtuosas; retratos de mujeres
inquietantes", o alguno de mayor enjundia: "Años de hierro y
esperanza", entre otros cuyo contenido aún no se me ha franqueado
por falta material de tiempo, que no de interés).
Pero no nos dispersemos. Estábamos en la presentación de "Cuernos
retorcidos" llevada a cabo en las instalaciones que Casa del Libro
posee en Hermosilla, 21, en Madrid. La terna era de lujo porque
acompañando al señor Leguina teníamos a doña Pilar Cernuda,
periodista; don Juan Manuel de Prada, escritor, y
don Miguel
Ángel de Rus, periodista, escritor y responsable de Ediciones
Irreverentes en aquel lugar y momento.
El señor De Rus, en su papel, alabó el libro, felicitándose por
haber puesto en circulación un texto tan interesante, y animándonos
a los congregados a que no dejáramos pasar la oportunidad de
hacernos con él; nuestra biblioteca lo agradecería, sin duda.
Sin embargo, no hay nada más interesado que las palabras de un
editor cuando trata de vendernos su trabajo. Si no eres novato en
estas lides, siempre tienes que ir con la sospecha bajo el bigote,
pero es que, además, en este caso, al señor De Rus debió de
pasársele por alto que el señor Leguina viene de un mundo, el de la
política, donde que te midan palabras, gestos y actitudes gentes
adversas y plenas de nada dudosas intenciones, está a la orden del
día. Por eso, y por su innegable bonhomía, la sinceridad es, o lo
parece, una de las virtudes de don Joaquín.
Resumiendo discurso, el señor Leguina dijo que él no había pensado
nunca en publicar aquellas notas dispersas, reflexiones, cuentos y
anécdotas que, junto con algún breve estudio de opinión, había ido
almacenando a lo largo de su vida literaria, pero que el señor De
Rus había insistido en requerirle un título para Irreverentes
porque deseaba llevar el apellido Leguina en el catálogo de la
editorial (y no descubro aquí secreto alguno, repito palabras del
autor en la presentación de su libro).
Malo. Si no fuera porque ya había comprado el ejemplar presumiendo
lo que no debí, me hubiera ahorrado los cuartos en ese preciso
instante; es lo que tiene fiarse de las apariencias.
La sensación fue tomando cuerpo cuando la señora Cernuda, lejos de
hablarnos del libro, hizo un recorrido por las vicisitudes
políticas y laborales que habían padecido, y disfrutado en
compañía, el curtido político y ella. "Conozco al señor Leguina
desde hace décadas; vivimos juntos la Transición; nos unen muchas
trincheras…" discurso entrañable, sí, pero, ya digo, al libro,
pocas referencias y de pasada.
Mientras, en la mesa, en el extremo opuesto al señor Leguina (algo
consecuente por otro lado), el señor De Prada permanecía ajeno al
discurso de la periodista, salvo en algunos instantes que,
esquinando la mirada y con una sonrisa a medio prender, parecía
compartir los instantes de humor junto al resto del respetable. En
su turno, tampoco atinó a ponderar el texto. Se limitó a tratar de
definirlo, cuestión ardua, ya verán adelante por qué. "Los clásicos
lo hubieran incluido en el ámbito de las marginalias", expresó a
falta de mayor elogio.
Y ya está, nada más. Nada más interesante que reseñar, me refiero,
sólo que, quienes no poseían el libro se precipitaron (en
cualquiera de sus acepciones) en su búsqueda. Pobres. Como nadie
habló del contenido del libro aquella tarde, lo haré ahora
para información de ustedes. Me limito a ponerles sobre aviso; cada
uno juzgue por sí. El volumen contiene veintiún textos nada
homogéneos, que transitan desde el cuento en pequeño formato hasta
el ensayo breve, pasando por anécdotas, propias y ajenas,
recuerdos, apuntes, reflexiones…, editados según compilación
personal del señor De Rus, y siguiendo el más estricto protocolo
editorial que deja en blanco la cara par cuando el capítulo
concluye en impar, y consiente una página entera para cada título.
Al precio que está el papel (lo más caro en un libro si exceptuamos
su promoción), es casi una edición de lujo que permite, por
ejemplo, que un texto de once líneas, se vea arropado por tres
páginas en blanco y otra entera para el título. Algo realmente
generoso, cuando menos, porque de las 152 páginas que posee el
volumen, 36 van en blanco, 21 se reservan para los títulos, y se
añaden dos más donde se publicitan obras ajenas. La una:
"Antología del relato español", miscelánea de autores, y
la otra "Donde no llegan los sueños", escrita por el
propio don Miguel Ángel De Rus.
En la tripa se topa uno con trabajos realmente atractivos y dignos
de ser degustados en mejor contexto, tales como: "Una notte del
'43" en la "Novela de Ferrara" de Giorgio Basanni; "Semprún";
o "La cuajada", junto a otros tan traídos por los pelos, tan
embutidos con calzador, que resultan anacrónicos. Como "El
ascensor", un microcuento de nueve líneas del todo excusable aquí
porque, en literatura, sabido es, todo lo que no suma, resta.
De ahí el título de este opúsculo que está usted leyendo, y que
quiere ser un canto a la amistad, a la auténtica, la que no busca
contraprestaciones. Porque un libro así, palabra, no sale a la
calle por otro motivo. Favor que le hace el señor Leguina a
Irreverentes por medio del señor De Rus, y que aporta al catálogo
de la editorial un apellido ―que no un texto― de referencia; y a la
trayectoria literaria del señor Leguina, nada en absoluto. Pero
como, después de todo, a uno no le seduce la perspectiva de
desperdiciar quince euros y una tarde de vida, también yo esperé
pacientemente en la fila de los solicitantes de rúbrica. El libro
no mejorará en mucho mi biblioteca, pero sí amplía mi colección de
obras dedicadas por sus autores. Miren, no todo iban a ser
pérdidas.
Comentario de los lectores:
- "Cuernos retorcidos", o el valor de la amistad