A vueltas con el latín
Bastante sorprendente ha sido para algunos la decisión "motu
propio" del Papa Ratzinger que permite que los sacerdotes puedan
decir de nuevo la misa y otros actos litúrgicos en latín a petición
-parece- de un numero determinado de fieles. Se rectifica así, en
cierta medida, una decisión del Concilio Vaticano II que estableció
que la Eucaristía se celebrará en la lengua vernácula de cada
pueblo.
En verdad, a mí, no me ha causado demasiada sorpresa la decisión
de Benedicto XVI. Sé que es un ferviente
partidario de la "vieja liturgia", porque él mismo lo ha reconocido
en multitud de ocasiones. Es un Papa que da mucha importancia a la
liturgia. Incluso creo que demasiada.
Pero, no es mi
intención, analizar la decisión papal porque estoy seguro de que, a
lo largo de las próximas semanas, ya habrá quien lo haga con mucha
más autoridad de la que pueda tener yo.
Tampoco sé que tal andarán de conocimientos de latín los curas de
la actualidad pero es posible que alguno tenga serias dificultades.
Ya veremos.
Lo que me interesa es el latín; esa lengua muerta, aunque se
resista a ser bien enterrada y que, de vez en cuando, nos da algún
susto al aparecerse cual fantasmagórica amenaza del estudiantado.
El latín me parece que ha quedado relegado poco menos que a un
idioma para estudiosos y especialistas, para el canto sacro y
ahora, posiblemente, para alguna comunidad católica integrista. Y
es una pena.
Uno, que ya tiene sus años, recuerda que fue martirizado con la
traducción de Guerra de la Galia, del inefable Julio César del que
aún recuerdo ese inolvidable comienzo "Galia est omnis divisa en
partes tres". Verdaderamente qué disparate de educación. Un modesto
aprobado me permitió pasar al siguiente curso pero, no fue
suficiente, evitar una seria admonición paterna.
Me pasó con el latín, igual que a otros muchos coetáneos, lo mismo
que con la poesía: a fuerza de hacérnosla aprender de memoria, para
recitarla de forma absurda, cual papagayos, en los exámenes orales
de cada trimestre, se nos llegó a hacer odiosa. Me ha costado
muchos años recuperar el interés por la poesía. Otros jamás lo
logran. De la lengua del Lacio recuerdo poco más que las
declinaciones y algún latinajo que, soltado convenientemente y sin
abrumar a la interlocución, le da a uno cierto halo de
distinción.
Pero, en vez de corregir el yerro provocado por la nefanda
educación, se ha optado, con estulticia singular, por la solución
más desatinada y se ha eliminado de los planes de estudio el
aburrido y, presumiblemente inservible latín, para grande y casi
general regocijo.
¿Para qué estudiar algo inútil, una lengua que ya nadie habla?
Pues contaré, a modo de respuesta, con una, hoy seguramente ignota,
pero en su día famosa anécdota, de un ministro de Franco que se
hizo muy popular por su sonrisa y que era natural de un pueblo de
Córdoba, llamado Cabra.
Cuando el ministro en cuestión objetó sobre la utilidad del
estudio del latín, algún intrépido de la época le contestó que
servía, entre otras cosas, para que a él, prócer nacido en Cabra,
le dijeran egabrense y no una cosa mucho más fea. ¡Si su coterráneo
Séneca hubiera levantado entonces la cabeza!
Pues bien, aunque no lo parezca y, al margen de anécdotas más o
menos enjundiosas, tal yerro ocasionará (ya lo hace) que, a no
mucho tardar, se deteriorará el conocimiento del castellano, del
catalán, del valenciano y del gallego, lenguas todas ellas que
proceden del mismo tronco.
Y provocará, item más, que dentro de algún tiempo nuestras
lenguas, que hoy parece que sirven más de motivo de división que de
otra cosa, sean borradas prácticamente del mapa lingüístico
internacional para ser sustituidas por cualquier lengua bárbara,
carente casi de gramática. Puede parecer a muchos una exageración
pero, al tiempo.
Porque los pueblos que no son capaces de guardar como un tesoro su
patrimonio cultural, están destinados a ser meros esclavos de otras
culturas que sí habrán sabido imponerse, que sí habrán hecho todo
lo posible para que su idioma, posiblemente mucho menos rico que
los arriba citados, se imponga de forma contundente. Claro que,
bien pensado, a pensamiento único, también único idioma.
Y lo que sirve para las citadas lenguas peninsulares es válido
también con seguridad para el italiano y el portugués y, en menor
medida, para el francés.
Sigamos, entonces, eliminando el estudio del latín, desconozcamos
el origen de nuestra cultura lingüística, acabemos nosotros mismos
por aceptar el hecho de que el mundo anglosajón se impone en todos
los terrenos, aceptemos que la latinización es una verdadera
reliquia del pasado.
Pero luego no nos quejemos del fracaso escolar en España, no
protestemos de la enorme cantidad de películas de EEUU que se
proyectan en nuestras pantallas o de que la mayor parte de los
españoles no lee ni un mísero libro al año.
En realidad, aunque no lo parezca, todas estas cuestiones están
relacionadas: falta de un sistema educativo coherente, sensato, que
incite al estudio como ejercicio de formación intelectual personal
y no como una inversión financiera a corto plazo y con un
rendimiento determinado por el éxito económico-social.
Y me remito, para finalizar, al Talmud, donde se dice que hay que
estudiar por amor. Es una gran verdad, sin amor al estudio, sin
verdadero interés por saber más, sin que ello deba revertir sólo en
una expectativa mercantilista, que muchas veces ni siquiera se ve
cumplida, sin un verdadero respeto por el legado que nos dejaron
los que nos precedieron, estamos destinados a ser un pueblo
culturalmente esclavizado.
No se trata de volver a martirizar a los niños y adolescentes con
traducciones de César o de Cicerón, ni de que reciten de memoria
"beatus ille qui procul negotiis", se trata de que primero sepan
que existió una maravillosa lengua que se extendió a lo largo del
mundo entonces conocido y que es el origen de nuestra propia
lengua. El interés por Horacio vendrá -seguro- por añadidura.
Comentario de los lectores:
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