sombras de una vieja raza

Opinión:

La Sed, la Maldita Sed, esa es la palanca que mueve el mundo de los vampiros, bien es cierto que en estos momentos, a principios del siglo XXI, son legión, enormes cantidades de esa Vieja Raza inundan las ciudades norteamericanas, de tal forma que ya no hay serie de televisión donde no aparezca un vampiro, que ya no hay película que se precie que ignore la presencia masiva en nuestras calles de representantes de esta Raza.

Y siempre es la Sed lo que les lleva a enormes conflictos ente ellos mismos. Ese trance que empujará a Meliot, el personaje de la novela que nos ocupa, a decantarse por una u otra opción: él está convencido de que el hábito de consumir sangre puede ir disminuyendo, pasando desde la más absoluta dependencia psicológica y física hasta una eterna ayuna; y la otra, quienes en su Raza opinan que los humanos somos únicamente vacas a las que hay que ordeñar, aunque sea en el gaznate.

La presente novela, hay que destacarlo, estuvo terminada antes de 2006, es decir, antes de que en España, al menos, nos inundaran legiones y legiones de vampiros cinematográficos y televisivos. Prueba de ello es que Sombras de una Vieja Raza fue finalista del Premio Minotauro de 2006, en su tercera edición. Ello ya dice mucho de la novela que estamos comentando, pues se trata, dicen, del más prestigioso premio literario de ciencia ficción y literatura fantástica.

El Alto Príncipe Meliot (título que no acepta) sufrirá una transformación personal a lo largo de las páginas que nos ocupan, pues no desea asumir el destino para el que está llamado desde tiempos que se pierden en la noche del olvido, aún así, no podrá evitar la transformación que se produce en su personalidad ni aplacar por siempre al terrorífico ser que lleva dentro, un Vampiro, heredero de Aquel que todos sabemos.

Y siempre, siempre, la Sed estará ahí. Recordándole que él es un integrante de la Vieja Raza, que sólo precisa abandonarse un instante para que todo el terror surja.

No quiero olvidarme de mencionar que este libro está dedicado a August Ferdinand, heterónimo de un común amigo.

Francisco Javier Illán Vivas