Lo que sé de los vampiros

Opinión:

Pocos acontecimientos me provocan mayor ilusión que la reedición de una obra de Francisco Casavella, cuyo mundo literario no dejó de crecer con las ocurrencias más originales, desde las narraciones neopicarescas de "El triunfo" y "El Secreto de las Fiestas" hasta la magna obra que es "El día del Watusi". Tras su fallecimiento, Anagrama ha jugado un papel clave en la recuperación de muchas de estas obras, y precisamente "Lo que sé de los vampiros" era, junto a "Quédate" (¡triste olvidada!), una de las pocas novelas pendientes de ser incorporadas al catálogo de la editorial. Antes de adentrarme en la novela, sin embargo, no puedo dejar de recomendar también el libro de ensayos "Elevación, elegancia y entusiasmo" (Galaxia Gutenberg), donde quedaron recogidas las preocupaciones filosóficas y estéticas de Casavella, vinculadas especialmente a las teorías irracionalistas, a las narrativas de la conspiración y a una relectura muy sugerente de la tradición literaria.  De hecho, "Lo que sé de los vampiros" refleja ese afán por la revisión histórica, en este caso con el foco puesto en una de las épocas más complejas y contradictorias de la historia de la humanidad: el siglo XVIII.

La trama sigue a Martín de Viloalle, un joven noble gallego que, a punto de ser ordenado novicio, toma la decisión de acompañar a los jesuitas expulsados de España por Carlos III. El relato se despliega por varias ciudades a lo largo de Europa, entre ellas Roma, donde el protagonista comienza a trabajar como caricaturista para los nobles que visitan la ciudad como destino del Grand Tour. Su vida italiana es apacible, con la excepción de las falsificaciones de cuadros que le encarga el señor Fieramosca; pero todo se trueca el día en que aparece el señor de Welldone, un misterioso caballero de origen desconocido que le hará los encargos pictóricos más inverosímiles, muchos de ellos relacionados con el proyecto de una ciudad fabril y filosófica a la vez, una suerte de utopía arquitectónica destinada a liberar a los reinos católicos de los estados pontificios. Es también el señor de Welldone quien introduce la figura de Voltaire y, con él, algunas de las contradicciones más notables de la Ilustración francesa, entre estudios de la naturaleza del hombre y proyectos utópicos que pocas veces pudieron llevarse a cabo. Al ser desvelada su identidad y su oficio fraudulento, Martín se verá en la obligación de abandonar Roma y emprenderá de ahí un periplo junto a Welldone y a su fiel acompañante, Dimitri, con destino a los estados alemanes, luego a Dinamarca y finalmente a París, donde dllegará a ser preceptor de un príncipe y una suerte de fotoperiodista durante la Revolución Industrial.

Pero nada sería la vida de Martín, construida a modo de narración neopicaresca, si no fuera por la presencia de Welldone, una especie de mentor filosófico que es, en verdad, quien da cuerpo a muchas de las intervenciones filosóficas que impregnan la novela. De hecho, sus reflexiones sobre la importancia de la historia, del azar y de la identidad humana resultan fundamentales para entender la travesía existencial de Martín. A través de él, Casavella nos ofrece una reflexión sobre la búsqueda de la autenticidad y las falsas certezas de una época que se cree iluminada pero que, en realidad, está marcada por sus propios monstruos, por esos vampiros que beben la sangre de sus predecesores no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. No puedo añadir mucho si no quiero destripar los giros argumentales de la novela y las sorpresas que guarda en cada uno de sus desenlaces episódicos; no me queda más que recomendar la novela por su profundidad histórica y filosófica, por la excelente narrativa de aprendizaje y por la reconstrucción del contexto histórico. Pero no solo eso: el estilo literario de Francisco Casavella, curtido a lo largo del tiempo en una de las carreras más solventes de su generación, reafirma la importancia de su obra dentro de la literatura contemporánea en español.

*Publicado por Anagrama.

Darío Luque