Confesiones de una máscara

Opinión:

El protagonista de "Confesiones de una máscara" afirma haber presenciado la escena de su nacimiento. Pese a ser algo imposible, una sensación similar es la que traslada Yukio Mishima al lector de esta novela autobiográfica: uno se siente como el espectador anónimo que atiende a las confesiones del adolescente en el diván del psicoanalista. Desde el principio del relato, el autor-narrador nos hace partícipes de aquellos recuerdos que, según su posterior reflexión analítica, habrían contribuido a forjar el carácter y el porvenir del pequeño Koo-chan (así llaman al protagonista sus familiares, pues este es el diminutivo de Kamitake Hiraoka, nombre de nacimiento de Mishima). Lo cierto es que, pese a la tendencia introspectiva de toda su narrativa, esta es posiblemente la novela más intimista y personal del autor japonés, y también fue su primer gran éxito, publicado con tan solo veinticuatro años.

Todos los episodios que se narran en "Confesiones de una máscara" pertenecen a la infancia y a la adolescencia del autor; es decir, a los años treinta y cuarenta, cuando Japón vivía sus peores años debido a su participación en la Segunda Guerra Mundial y a sus tensas relaciones con el mundo occidental. Hace falta conocer mínimamente este contexto para entender con mayor rigor el crecimiento de ese niño tan débil y cohibido que es Koo-chan: ello, junto a las singularidades de la idiosincrasia japonesa, explican la casi ausencia de la figura paterna, así como la rigidez en el trato con su abuela. El panorama familiar del protagonista, demasiado tenso, queda compensado con una serie de episodios que canalizan las ilusiones, los impulsos y las primeras disidencias del muchacho.

Por ejemplo, uno de los primeros recuerdos que nos ofrece es su admiración -experiencia casi erótica- por un porteador de excrementos, en quien el joven Koo-chan identifica los rasgos más anhelados de la virilidad. Tampoco pasan desapercibidos en la memoria del narrador el impacto y la impresión que legaron en su conciencia infantil la historia de Juana de Arco (¡una armadura, paradigma de la masculinidad, que esconde a una mujer!) y el San Sebastián de Guido Reni, magnífica pintura barroca que despierta el fervor sexual del adolescente. De igual manera, las figuras de Cleopatra y del mago Tenkatsu representan para el inocente Koo-chan la posibilidad de romper las convenciones del género, al menos en lo que a la vestimenta respecta.

La novela se abre, pues, con toda una constelación de referentes que configuraron el más tierno imaginario de Mishima. Sin embargo, el relato del joven Koo-chan no se circunscribe meramente a una nómina psicoanalítica de admiraciones y deseos, sino que más tarde, con la llegada de la adolescencia, el plano de la ficción queda relegado a un segundo plano gracias a la aparición de jóvenes como Omi, compañero de clase que despierta en el protagonista unos instintos irrefrenables. Son imágenes y experiencias como el sudor de Omi, su vello en las axilas o sus guantes blancos, los que despiertan en el narrador la conciencia de una orientación sexual que tardará en reconocer para su propia realidad. Aunque los episodios autobiográficos narrados en la primera parte de la novela son de una belleza lírica sin igual, me atrevo a afirmar que el auténtico valor de la obra se halla en la segunda parte, cuando el muchacho trata de experimentar un romance heterosexual como último intento para anclarse en las normas de la sociedad.

Y es que desde la primera página leemos el testimonio de un narrador que, lejos de vivir el descubrimiento de la sexualidad como una experiencia gozosa y liberadora, la vida como una experiencia incierta, incluso ajena. Aunque el relato no destila miedo, sí refleja esa trágica represión a la que se enfrentan, desde hace siglos, todos los jóvenes no heteronormativos. La solución de Koo-chan, del joven Mishima, es esconderse durante mucho tiempo tras una falsa imagen de sí mismo, tras una máscara cuyo cometido ha de ser el de camuflarse entre la normalidad de su entorno.

Darío Luque