LEOPARDI,
LA BELLEZA PROMETIDA
Álvaro Bermejo

Cuando Unamuno
partió hacia su exilio en Fuerteventura solo metió tres libros en
la maleta. Uno de ellos era los "Cantos" de Leopardi.
Pienso a menudo en esa imagen por una razón: víctimas del tiempo
que nos ocupa, sobrecargado de actualidades tan apremiantes como
fugaces, la única manera posible de leer a los clásicos pasa por el
exilio interior. De hecho, acercarse a un autor que no figure entre
los novísimos parece estar en contradicción con nuestro ritmo
vital, que no conoce los tiempos largos ni el otium humanístico.
Nos llenamos la boca con la europeidad, pero no leemos a los
europeos que la han hecho posible, tal vez porque prejuiciamos que
su mundo no tiene nada que ver con el nuestro. Sin embargo, basta
con acercarse a la biografía de Leopardi para advertir un
parentesco que trasciende lo cultural y que puede convertirse en
imprescindible, cuando se transitan los territorios del
desamparo.
Primogénito del señor de Recanati, el conde Monaldo, en
principio Giaccomo
Leopardi lo tuvo todo para ser feliz. Pero lo cierto es que
fuera de su literatura, jamás conoció otra cosa que la
incomprensión y la desdicha. Educado en un opresivo ambiente de
carcamales obsesionados por las apariencias, rechazado por la
malformación de su espalda y enfermo hasta la invalidez, su
carácter se formó por oposición a su entorno. No había dejado de
ser un niño cuando compuso un pequeño tratado de astronomía,
mientras buscaba un consuelo a su soledad en los limpios hexámetros
de Homero y de
Virgilio. Con estas aficiones tan "up to date", parecía
abocado a vivir fuera del mundo. Sucedió todo lo contrario: Así
como el talante reaccionario de su padre acabó haciéndole un
fervoroso defensor de los ideales democráticos, que se llamaban
entonces las "ideas
románticas", la desafección materna le llevó a indagar en
ese enigma llamado amor con la frialdad de un lector del Discurso
del Método.
Como buen pensador rusoniano, Leopardi nunca tuvo un buen
concepto de la condición humana. En el inicio de sus mordaces "Paralipómenos" ya nos
describe el mundo como "una alianza de granujas". A partir de aquí
surge el lugar común del "pesimismo leopardiano"
que tanto conmovía a Nietzsche y
a Cernuda, y que le emparentará con Unamuno, por su concepción
trágica de la existencia, y con el mismo Baroja, por la
ironía corrosiva con que disecciona a sus contemporáneos. Ahora
bien, más allá de sus invectivas, Leopardi se distinguirá por su
voluntad de invertir esa conciencia de una humanidad inhóspita en
una sensibilidad humanizada por la derrota y la pérdida, que hace
sinónimos belleza y sufrimiento.
Cuando Kafka
escribe a Milena que "el amor es el cuchillo con el que me escarbo
las heridas", se refería sin duda a ese sentimiento leopardiano que
se expresa en su "Zibaldone", casi como
un análisis filosófico: "Jamás he encontrado un pensamiento capaz
de abstraer el ánimo de todas las cosas con más fuerza que el amor,
quiero decir en ausencia de la persona amada, porque en su
presencia no cabe decir qué sucede". Hasta aquí Leopardi también
pudiera parecer un poeta más. Pero el enigma comienza a
ensancharse cuando advertimos que su acercamiento al amor se
deduce, ni más ni menos, que de la contemplación del Infinito. Bajo
este mismo epígrafe, nos lo dice en un poema donde equipara la
ensoñación de la inmensidad con la quimera amorosa, y la inmersión
en el amor con la fusión en la muerte, a la que llamó "un dulce
naufragar".

Sus contemporáneos no le entendieron. Ni siquiera Stendhal, eterno
enamorado, con quien coincidió en la Florencia de 1832. Entonces
a Leopardi apenas le quedaban cinco años de vida,
estaba loco de pasión por una dama inaccesible, y aquejado
por las mil dolencias que le atravesaban desde su corazón a su
joroba. Aún más apresurado que él, Stendhal mantenía que el amor no
se conoce hasta que se conquista. En las antípodas de su
planteamiento, Leopardi sostenía
la incapacidad del hombre para habitar en la felicidad, salvo
cuando vive la tragedia de su ausencia: "El no poder quedar
satisfecho con ninguna cosa terrena, contemplar el universo
infinito y sentir que nuestra alma y nuestro deseo serían más
grandes que un universo así, me parece el mayor signo de grandeza y
de nobleza que cabe ver en el alma humana".
Aunando el asombro cósmico de los presocráticos y la más
exacerbada sensibilidad romántica, trascendió su tiempo
eludiendo
toda visión enfática de su circunstancia y de sí mismo, hasta
anticipar una sensibilidad muy actual, precisamente, por la
atormentada conciencia de su extemporaneidad. Cuando la obra de
poetas mayores como Hölderlin
o Keats parecía demostrar que sentimentalidad y racionalidad eran
conceptos antagónicos, Leopardi inaugura así un nuevo clima
intelectual hibridando elegía y filosofía, y recordándonos que el
consuelo de la belleza sólo es una metáfora de la belleza
prometida.
Hoy mismo, somos leopardianos sin saberlo cuando anhelamos el
contacto y la contemplación de la naturaleza, buscando alternativas
respirables al sentimiento de limitación que nos impone el hastío
moderno. Pero junto con eso, a partir de su vivencia como
indeseable, por su fealdad, también incluye una lección: la vida,
mientras sepamos vivirla, nos trata a todos por igual. Basta con
saber mirar para entender, así como basta con saber amar para no
desear poseer. Si hay una magia particular en sus "Ricordanze", es la que
dimana de una tarde en comunión con las raíces y las cosechas,
cuando los aromas y las campanas protegen el trabajo de las más
profundas semillas. De esos silencios sobrehumanos, de esos
horizontes sin límites, es de donde surge la voz de Leopardi como
una serena impregnación en la continuidad de la belleza. Pocas
veces se ha visto sufrir a un hombre más intensamente su drama
personal, pero menos aún extraer de él una forma de
aprendizaje susceptible de transfigurar incluso el dolor en piedra
angular de sus "Cantos".

"¿Cómo puede existir Dios, si yo soy jorobado ?", se preguntaba
en uno de sus primeros poemas. La corta vida de su
experiencia le enseñó a resolver su desolada pregunta, pues
incluso de los torbellinos de negatividad absoluta se puede licuar
una forma de conocimiento que reconcilia la desesperación con la
esperanza. Es sabido que mientras le preparaban la cicuta,
Sócrates ensayaba una nueva melodía con su flauta. ¿ Para qué te va
a servir ?, le preguntaron. Y ésta fue su respuesta: Para saberla
antes de morir. Los "Cantos" de Leopardi
interpretan la misma vieja canción, ese misterio de los creadores
de belleza, los cuales, aun en el umbral de la muerte, nos
restituyen con ella el sentido de la vida infinita que, desde el
nacimiento, creemos tener perdida.
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